05 Mar
El comienzo

                  De todos los caprichos, el mío consiste en escribir sin la intención de llegar a un final. El ejercicio consiste en aprovechar la simpleza de las cosas. No pretendo hacer de ello un manual, ni mucho menos un dictamen de cómo perder el tiempo. Sin embargo, algo de toda esa verborrea surge a modo de fotografía instantánea que capta, no el objeto, sino la esencia misma del papel que desempeña la imagen. Entonces puedo asegurar que mi tiempo se ha dividido en dos: la realidad que nos atraviesa, en la que cada latido es un instante menos de vida, y otra, completamente distinta, en la que el universo pasa a otra dimensión y puedo ser el amo y señor de las cosas: morir, nacer de nuevo, ser un activista, convertirme en rey, ser un soldado, una mujer o un perro, cambiar mi aspecto, conspirar, elegir mi voz, perpetuar crímenes, etc. Es en este plano del tiempo donde pude haber creado la historia de la humanidad entera en un abrir y cerrar de ojos. 

                  Todo esto conlleva a ejercer otro oficio de natural complejidad: el de administrador. Existen miles de momentos ejecutados por mis personajes a las que es imposible constatar su duración. La medida del tiempo se vuelve nula por lo que cada acto, por más insignificante que sea, se equipara en peso, es decir, en la cantidad de párrafos o capítulos que componen un acto. Cabe pensar en el escritor que plasme el acto de algún personaje en cientos de volúmenes si hablamos de una obra monumental, lo importante aquí es disponer de fuerza en los brazos para cargar no el mundo de Atlas, sino cientos de mundos. La mente debe administrar con mucho criterio la disposición de estas orbes en el plano físico: dentro de mi clóset tengo una caja llena de apuntes, unos encima de otros, ordenados según el color del cuaderno, en espera de pasar al ordenador y ser clasificados por fechas.  A veces destruyo mundos de manera polémica para ahorrar espacio. 

                  Luego aparece el problema del feedbak, es decir,  la devolución del flujo de eventos que construí a través de mis personajes.  El escritor intenta comunicarse con su universo interior a través de claves. Quizás un ejemplo sucede con el Quijote y su conocido episodio en que le regala una supuesta ínsula a su fiel escudero Sancho quien termina aceptándola, llegando a ser «gobernador» a pesar de que en la realidad de la obra no existía tal ínsula ni habitantes por gobernar. Cervantes hablaba con el Quijote a través de la locura de éste, el Quijote respondía conforme Cervantes le dictaba. Sin embargo, cada acto del Quijote conlleva a una mayor complejidad en el lenguaje, produciéndose el feedback entre el personaje y su «dios». Es así que todo pasa a merced del lenguaje: los actos de unos son  la respuesta a los pensamiento del otro.

                  De antemano se produce una visión. La catástrofe de congelarse en el tiempo. Quizás sea necesario intervenir de forma cruda y evitar panegíricos. Esto me lleva a la idea, por ridícula que sea, de que al fin y al cabo estamos inmersos en los pensamientos de un autor superior al que amamos, odiamos, negamos, reclamamos, matamos, soñamos. Están abiertas todas las posibilidades de contacto. Entonces, se abre una zanja en la mente y dejamos que esta herida se expanda e infecte al resto. De hecho, el fin de todo escritor es hacer que más víctimas se contagien de la locura que provocó, empezando por él mismo. En resumen, no podemos ser inmunes a nuestras propias creaciones. Todavía escucho por las noches los gritos de Zaida al ser quemada en la hoguera. Por momentos veo el rostro de Pierina en la calle. Mis paredes retumban cuando Agor arrastra su terrible deformidad. Huelo los deliciosos panecillos de la señora Alicia mientras escribo esto. Aún sueño con acariciar el torso desnudo de Jennifer. A veces a mitad de la noche me despiertan los horribles llantos del enano Claude.

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