06 May
El reino de Fermín

Nunca entendí por qué todo el mundo corre por las mañanas. Yo puedo pasarme todo el día tumbado patas arriba sin tener que preocuparme por el tiempo. En mí yace una actitud de eterna espera, una especie de espera inútil porque ni yo mismo sé lo que estoy esperando, en realidad me la paso haciendo tiempo hasta que llegue la hora de comer. Encuentro gracioso la forma en que ella me mira, la forma en que me habla, aunque debo confesar que también me causa gracia cuando la veo llorar, pero no me gusta cuando me estrella contra sus húmedas mejillas. Tampoco soporto su olor a trago, pero no me queda otra que calmar su ansiedad acompañándola no más de diez minutos, el tiempo suficiente para que sus brazos se aflojen, y es ahí cuando aprovecho para lanzarme al abismo de la libertad, una libertad de concreto y vidrio, pero al fin y al cabo libertad, aunque sea de doce metros cuadrados…

No puedo quejarme, la estancia tiene una vista hermosa; puedo ver la inmensidad del mar, el cual siempre me pareció aterrador, pero nada tan placentero como verlo detrás de una ventana a una distancia prudente. Me gusta asustar a los vecinos al caminar en el borde de la ventana desafiando a la muerte. No me importan sus gritos, tampoco me importa perder el equilibrio si caer significa pasar a una mejor vida que esta, es decir, una vida donde no tenga que chillar por comida y pueda fornicar todo lo que quiera... ¿Dije fornicar? Desde que me sometieron a esa dolorosa cirugía me aterra pisar la calle en busca de alguna hembra disponible. No, prefiero la calefacción, el olor a jamón por las mañanas o el arrullo de algún electrodoméstico encendido.

Conocí a esa pobre chica en una feria de discos independientes. En ese entonces, yo apenas había dejado el hogar de mis padres para aventurarme a descubrir el mundo por mí mismo. Tenía casi la misma edad del muchacho que me acogió, era uno de esos chiquillos estúpidos que fuman marihuana y sacuden la cabeza todo el tiempo ante un parlante. El olor a hierba me mantenía hipnotizado, o idiotizado, dependiendo cómo se mire, y pasaba horas hundido en lo profundo de una caja de cartón mientras el parlante no dejaba de proferir gritos viscerales. Un día, el muchacho y yo decidimos participar en una feria de discos en Barranco. Montamos un estand junto con cajas repletas de viejos discos. Fue entonces cuando ella apareció en nuestra tienda. El muchacho fue por demás amable, hasta le regaló el último álbum de la banda que solíamos escuchar todas las mañanas, pero no consiguió ligar con ella. En cambio, la atención de la muchacha se había centrado enteramente en mí. Sentía que sus ojos verdes me seguían a todas partes. He conocido otras mujeres, pero esta pobre chica pareció realmente enamorada de mí desde que me vio. Lo siguiente que recuerdo fue un reventón sazonado de música estridente, alcohol rancio y mucho humo que casi incendia la feria. "Ven conmigo", me dijo ella sin más, y fue así que me mudé a su lindo departamento con vista al mar.

Todo iba bien hasta que un día desperté en algún lugar parecido a un quirófano, drogado hasta la médula y con un ardor tremendo en la parte baja del vientre. Me costó acostumbrarme a tomar esas desabridas pastillas para el dolor, y con ellas se fueron para siempre mis apetitos y deseos carnales. Desde entonces me volví tímido, paranoico. Desconfié de ella y de su rechoncha cara hasta el punto de odiarla... Pero alguien como yo no puede odiar; eso sería como tratar de beber sopa con tenedor o esperar que hable una piedra. Realmente no sé qué es odiar. Solo sé que ella odia mucho, odia a los hombres, se odia a sí misma. Al principio me aterraban sus ataques de ira, hasta que descubrí que podía hacerme invisible cuando cae en ese estado. A veces estalla cuando está en la ducha; el sonido del agua no logra ahogar sus gemidos, por lo que los vecinos se enteran de lo que sucede ahí dentro. Otras veces le pasa cuando está con un hombre. Ella empieza desgarrándole la camisa, pero él también se defiende y le muerde los pechos. Ambos luchan en la cama, en las escaleras, en la sala, en el balcón; se insultan, se muerden, se hieden. Al final, ella no parece aprender nunca: ellos siempre serán más fuertes, de ahí las marcas en su espalda, nalgas o cuello. Después viene su melindroso lamento durante horas, ahogándose en un vapor de sexo y alcohol. 

Sus luchas se repiten una y otra vez; entonces yo me veo en la necesidad de reclamar mi espacio, porque, seamos francos, eso no le da derecho a molestar la vida de los otros. Me acerco sigiloso a su lado para llamarle la atención, pero el colchón todavía caliente es una de mis debilidades y me entrego al sueño profundo del que ella ya es presa. A veces algún acompañante suyo me arroja fuera de la cama de una patada, pero también hubo uno que otro que me acariciaba toscamente la barbilla por unos minutos. Eso está bien... Después de todo, ¿quién soy yo para juzgarla? Si no fuera porque su oronda y blanquiñosa mano con su ridículo tatuaje me brinda deliciosos masajes (sabe rascar justo ahí donde tengo comezón) y sabe preparar sabrosos bocadillos los domingos, ya hubiera hecho un escándalo de padre y señor mío. Así que le permito que ella se desvele hablando por teléfono con sus acompañantes toda la noche, mientras me arrullo en el ochenta por ciento del lecho que por ley me pertenece.

No es que sea exigente, pero ella sabe que detesto ese castillo de madera que mandó a construir para mí, tampoco me gustan los cientos de juguetes que me compró. En realidad prefiero jugar con mi sombra. Adoro quedarme solo en la inmensidad de mi territorio, el cual, hasta donde sé, llega hasta donde alcanza mi vista. Sin embargo, yo solo quiero estar tranquilo en el sillón o en el clóset, sin que me interrumpan los juegos estúpidos de sus amigos, pues desde que me sometieron a esa operación he ganado mucho peso y aumentado mis fatigas, por lo que he renunciado a todo tipo de actividad. A veces me aburro mucho y termino por destrozar cosas que ella deja olvidadas en el suelo, cosas que luego busca, y me río por su forma de enloquecer desnuda buscando por todo el departamento.

Conozco mejor que ella a sus amigos. Sé quiénes la engañan, quiénes le roban, quiénes se llevan un pedazo de su manoseado corazón, pero estoy tan cansado para decírselo... Si tan solo dejara de arrancarme de mis dulces sueños cuando llega borracha de una fiesta y dejara de ahogarme entre sus fofos brazos... Por eso, duermo hasta muy tarde y me olvido de decírselo. La verdad no es que me olvide. Tal vez algún día se lo diga, cuando me traiga algo interesante.

Hace meses andaba con un tipo con el que luchaba interminables horas. Ambos se desgarraban en la cama, en el sofá, en la cocina, en la azotea, en la escalera; a toda hora. Pero el man se fue y ella cambió por completo. Su piel ya no huele a leche fresca o frutillas. No podría decir a qué huele, pero es un olor extraño, como a alfombra vieja. Su aislamiento se hizo frustrante para mí. Apenas contesta el teléfono, se la pasa en la cama todo el día, por lo que yo mismo debo procurarme la comida. No es que me interese su vida, pero a veces suelo tocarle la cara a mitad de la noche para cerciorarme de que respira. Cuando logra abrir los ojos, veo mi rollizo reflejo en esas dos lámparas apagadas y de inmediato le hecho en cara la culpa de mi actual estado físico. Ella apenas me responde con un patético balbuceo y me presiona fuertemente contra su pecho, tanto así que debo clavarle las uñas para liberarme.

Por las noches suele mencionar el nombre del tipo entre lágrimas. Él siempre me odió, lo supe desde el primer momento en que pisó esta casa, pero nunca pude hacer nada contra él, como dije antes, yo no odio a nadie, simplemente me resbala lo que piensen o digan de mí. Desde que se fue, su comportamiento es errático, y el departamento se volvió un chiquero. Sin embargo, me gusta cómo está la casa; puedo encontrar ropa en el suelo con la que puedo aliviar mis garras y revolcarme a porfía. He aprendido a escalar la parte alta de la cocina para encontrar toda la comida que pueda comer. Hay noches en las que ella se levanta en medio de la oscuridad, enciende un fuego y la casa es invadida por un fuerte olor a un químico extraño, lo cual me obliga a huir al balcón. Otras veces se acaba dos o tres botellas de vino mientras escucha el disco que le regaló el muchacho en la feria donde nos conocimos. Me causa gracia verla arrastrarse por el suelo hasta llegar al sillón, donde con gran esfuerzo logra desplomarse encima.

No sé si es por la música o si es por mí que ha envejecido horriblemente. Ha perdido peso, sus cabellos y rostro ahora son marchitos. Una noche vi cómo un tipo le partió el labio de una bofetada en una de sus clásicas luchas en el departamento. En fin, sé que no duraré mucho aquí. Ya encontré un lugar donde quedarme en el futuro: son una pareja de ancianos quienes ahorraron toda su vida para tener la casa que tienen. Ellos no me conocen aún, pero yo sí; los veo todas las mañanas desde mi ventana salir al supermercado. Ambos lucen caras de no soportarse pero yo sé que conmigo eso cambiará, es cuestión de tiempo. Mientras tanto, espero que se agote la fuente de comida de la alacena para irme. Hace dos días que ella no se levanta del sofá, así que ¿qué más da?

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