07 May
Como Caín y Abel

«¡Viva el APRA!», exclamó mi abuela, más que con pena, con cierta nostalgia al enterarse de la noticia del fallecimiento del líder aprista Alan García, elegido dos veces presidente del Perú. Para mí, que paso sobradamente las tres décadas y para todo aquel que vivió su primer gobierno, se le recuerda como el más nefasto, funesto, el que sumergió al país en la peor crisis social y económica jamás vista. Esa mañana desperté con la noticia del inminente arresto de García en su casa de Miraflores, tras ser acusado de corrupción por el caso Odebrecht durante su segundo mandato. Media hora después, en medio de la confusión de reporteros y miembros de la policía, indicaron que García, al verse acorralado, se había disparado en el cuello, lo que posteriormente fue desmentido por los médicos que lo atendieron tras anunciar que el exmandatario presentaba un impacto de bala con orificio de entrada y salida en el cráneo. Una hora después, moriría en el hospital Casimiro Ulloa, en Miraflores.

Semanas antes de su muerte, mi abuela había cumplido 94 años. Como todos los años, la familia se reunió para almorzar y hacer un brindis en su honor. Ella pronunció su breve discurso en el que agradecía a todos por el justo homenaje. Sin embargo, por alguna razón, ese día dedicó unas palabras a la memoria de su padre Francisco Moreano, militante aprista que estuvo prisionero durante la persecución política del régimen de Luis Sánchez Cerro. De él, mi abuela conserva una foto pintada a color y enmarcada en madera algo apolillada, la cual cuelga sobre la cabecera de su cama. De niño me quedaba viendo la imagen de ese hombre joven en traje beige, de unos veinticinco años aproximadamente, de mirada sensual, cejas pobladas y rostro perfilado. Solía encontrar en él el parecido físico con mi abuela, tíos y primos. A través de su imagen podía imaginar su voz de marcado acento serrano y fuerza viril. El cuadro continúa proyectando sobre mí ríos de sangre cusqueña, abanquina y limeña. Esos ojos marrones llenos de dureza y encanto me hablan de verdosas pampas y valles de fruta fresca, del olor de la arcilla y a pan, acompañados de la melodía de una zampoña lejana que mi abuela solía silbar las tardes en que se dedicaba a la confección de colchas de lana a croché, mucho antes de que perdiera la visión.

Don Francisco fue tan aprista como lo fueron, en su momento, mi madre, mis tíos, mis vecinos y todos los que conformaban nuestro pobre mundo de clase proletaria durante la campaña de García en 1985. Don Francisco fue secretario regional del partido aprista en el distrito de Pichirhua (Abancay), entre la década del veinte y del treinta. El presidente de ese entonces junto con el congreso promulgaron la «Ley de Emergencia», que otorgó al gobierno amplias facultades para reprimir y apresar a todos los opositores, por lo que el fundador del APRA Víctor Raúl Haya de la Torre junto con otros miembros fueron apresados y enviados al Frontón, entre ellos, mi bisabuelo. Sin ánimos de hacer una crónica fiel, cuenta mi abuela que una noche entraron los gendarmes a su casa. Pancho (así lo llamaban sus familiares y amigos) pudo esconderse en el techo. Desde allí cruzó el tejado hasta llegar a un cobertizo donde se encontraba su yegua, una bestia salvaje con una estrella blanca en la frente (recordemos que el símbolo del APRA tiene forma de estrella, ¡oh coincidencias!), esa mole de doscientos cincuenta kilos no se dejaba domar por nadie, excepto por mi bisabuelo. Saltó desde el techo para aterrizar sobre su lomo  y partir raudo bajo la espesura de la noche, dejando atrás los gritos y disparos de los gendarmes (puede que en este punto mi abuela se haya dejado llevar por su afición a las películas de vaqueros). La siguiente vez, Pancho no tendría la misma suerte.

El tiempo hizo que las aguas se calmen, y don Pancho hizo un alto a sus actividades políticas para regresar a casa y dedicarse a la administración de sus tierras. Nuevamente esa ley abyecta tocó su puerta. Los gendarmes rodearon la casa, redujeron a mi bisabuelo quien opuso feroz resistencia. Lo arrastraron violentamente hasta la calle. Su esposa, que estaba encinta, y sus hijas no dejaban de llorar. Un gendarme apartó violentamente a su madre quien trató de impedir que se lo llevaran.

–¡Cobarde, infeliz! Te ensañas con una mujer. ¡Ven, pégame a mí!

Pancho atestó un golpe en la cara al teniente, por lo que le valió una severa paliza.

Al día siguiente, el secretario aprista junto con otros veinte militantes serían llevados a pie desde Pichirhua a una base militar ubicada a unos ochenta kilómetros. Su esposa suplicó a las autoridades para ir en busca de su yegua, ya que Pancho no estaba en condiciones de hacer el trayecto caminando después de la golpiza.

–Tú, que eres hijo de una mujer, ten compasión. Mira a su madre cómo está de triste. Déjame ir por su yegua…

El teniente aceptó de mala gana, y enseguida dos peones fueron en busca del animal. Con ayuda de ellos, Pancho pudo treparse sobre su lomo. Los pobladores que lo conocían lloraban y cantaban el himno aprista, mientras emprendía el trayecto sobre la yegua en medio de vivas y aplausos que los gendarmes no tardaron en callar a punta de disparos al aire.

Fueron ocho años de ausencia. Pancho había sido fusilado. Pancho estaba en el Frontón. Pancho escapó. Pancho murió enfermo… Un tío de mi abuela llamado Ezequiel Segovia, dueño de la hacienda Sarajata, entre Pichirhua y Chalhuanca, conmovido por los llantos de la mamá de Pancho y por la tristeza de las hijas de este, prometió a la anciana madre dejar sus tierras para ir en su búsqueda.

–Mamita, ya no llores. Te prometo que iré a Lima y buscaré a Pancho. Si está muerto, traeré noticias de su tumba. Pero ya no llores. ¡Prométemelo!

Y así fue. La anciana dejó de llorar. En su corazón albergaba la esperanza de volver a ver a su hijo, pero había momentos en que se apartaba de todos para abandonarse en silencio, rodeada de sus animales de crianza.

Ezequiel Segovia dejó los negocios de su hacienda azucarera y viajó a Lima. Al llegar a la capital, no sabía por dónde empezar. Atinó a publicar un anuncio en El Comercio en el que indicaba la búsqueda de tal persona y que si esa persona viera este aviso, lo busque en el hotel Maury del Jirón Ucayali en el que estaría hospedado por dos días.

Pancho estaba vivo. Una breve ley de amnistía para presos políticos dada en 1933, durante el segundo gobierno de Benavides, le dio la libertad. En prisión había aprendido el oficio de carpintero y trabajaba en la empresa maderera Zanetti. Tal parece que se dejó seducir por los encantos de la ciudad, por lo que se mantuvo lejos de la vida rural y de toda actividad política. Además, estaba próximo a casarse con una mujer adinerada, hasta que leyó el aviso de Ezequiel. Aquello debió producirle una fuerte conmoción en su interior. La nostalgia del apacible pueblo, el olor de la caña de azúcar, la fiesta de la cosecha de habas, su casa, la risa de sus hijas, todo ello bajo la forma del llamado de la sangre, debió inquietarlo sobremanera. Algo temeroso, decidió contactarse con Ezequiel. El encuentro fue más que emotivo, hubo abrazos, lágrimas, alcohol; sin embargo, estaba la cuestión de su futura boda.

–Piénsalo bien, Pancho. Tu mujer, tus hijos… Si te quedas en Lima, avísales. Trae a tus hijos contigo. Dile a tu mujer…

Pancho lloró al entender que su familia no lo había olvidado y por causa suya estaba sufriendo. Solo tenía una noche para pensar y tomar una decisión. Finalmente, dijo: «Me voy. Mis hijos son primero…». Al día siguiente anuló sus planes de matrimonio y ambos tomaron el primer bus para Abancay.

Al entrar en la casa, lo primero que vio fue a un niño de unos ocho años jugando con un palo. Al verlo, el niño quedó paralizado de miedo. Pancho, con una sonrisa dulce se inclinó y cogió su mano suavemente.

–¿Cómo te llamas, papito?

–Víctor.

–¿Y tu mamá dónde está?

–En el horno, haciendo pan.

–Muy bien. Anda, papito, avísales a tus hermanas. Yo soy tu papá.

El niño salió hecho una bala. Mi abuela, que hace tiempo había dejado de ser una niña, se encontraba en casa de una vecina ayudándole con la lección de lectura. El niño irrumpió la estancia para avisarle en un quechua mezclado con español la noticia. Mi abuela soltó el libro en el regazo de la vecina y fue corriendo a su encuentro.

Pancho estaba sentado en la cama. Mi abuela no podía creer lo que estaba viendo. Abrazó a su padre tras ocho años de ausencia. Vio que sus cabellos habían encanecido y tenía las palmas callosas, llenas de cicatrices. «¡Quizás, no sea mi papá!» pensaba mientras lo besaba, pero el corazón guió sus brazos. El niño lloraba, no por conocer a su padre, sino porque sus hermanas y su madre lloraban en los brazos de ese extraño hombre.

«Al final, yo fui la que crió al tío Víctor», concluyó mi abuela, no sin antes decir que Pancho se quedó en Pichirhua unos años más, hasta que una hernia no tratada acabó con él.

Aquel relato solía escuchar de niño una y otra vez, siempre con un nuevo detalle, durante los apagones de la época terrorista. Años después, mi abuela volvería a contar la misma historia en medio las últimas noticias sobre las exequias de García. Solía referirse a él como «El imbécil», hasta que la noticia del suicidio hizo que le quitara aquella desdeñosa etiqueta.

Puede que tras la catástrofe de su primer gobierno, mi abuela, junto con la mayoría de mi familia, haya desertado de las filas del APRA, desencantada de las locuras de "El imbécil"; pero, al final, sus años de convivencia con el aprismo pesaron más para congraciarse con el quizás mayor ladrón de la Historia del Perú. «Fue un buen hombre». «Mucho fue presionado». «No lo dejaban en paz. Pobrecito». Sus frases me podrían sonar hipócritas sino fuera porque desconozco el hecho de consagrar los mejores años de una vida a la militancia de un partido político. Quizás dicha militancia, en particular la de los apristas, se asemeje a una convivencia de hermanos del tipo Caín y Abel, pero hermanos después de todo.

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