02 Sep
El reencuentro

No hay duda que el tesoro más preciado de un hombre es una infancia feliz. La mía estuvo marcada por la aventura, no exenta de carencias, donde todavía era posible dejar discurrir la imaginación al amparo de la sombra de un árbol o las tiernas confidencias dentro del escondite de un ropero. Recuerdo que el Perú figuraba de un color verde oscuro en los libros de Atlas, sin contar que detrás de esa figura plana se escondía la peor crisis económica y social, cuya lucha armada tiñó de sangre aquellos años.

Gran parte de mis recuerdos de esa época me llevan al distrito de San Ramón, en el departamento de Junín, donde pasaba largas temporadas de vacaciones en casa de mis tíos y primos. Era en la selva alta, o rupa rupa en runa-simi, donde aprendí a pescar y nadar en el río, a ser diestro con el machete cortando chala, a predecir la lluvia mirando las nubes, a trepar árboles para arrancar sus dulces frutos. Los colores y los sonidos hervían en cada paso. El río Tulumayo era el personaje siempre presente durante mi estancia en el corazón de la ceja de selva, su caudal acariciaba el huerto trasero de la casa. Me pareció que el temperamento de las personas influía en aquel río. Durante el conflicto armado, el Tulumayo se mostraba distante y enojón; su lomo plateado se ensanchaba y arrastraba enormes piedras para hacerlas llorar en estrepitosos choques que amenazaban con echar abajo los cimientos de la casa.

El esposo de mi tía era ingeniero agrónomo y fue él quien despertó en mí el interés por la naturaleza y sus prodigios; pude entender el proceso de polinización de la miel, aprendí de taxidermia, supe distinguir la hormiga ponzoñosa de la normal. Fue una época rica en historias de la selva, alrededor de una lámpara de kerosene, sazonadas con plátano frito y queso de Tarma. A veces el angustiante sonido del helicóptero del ejército enloquecía a los perros; volaba tan bajo que despeinaba árboles y tejados, seguramente en busca de algún guerrillero escondido o para advertir la presencia de las fuerzas del orden en la zona. Por supuesto, también conocí el amor en esos tiernos coqueteos de la que sería mi primera novia. También vi rondar a la Muerte al presenciar el rescate del cuerpo de una mujer que cayó al río en época de crecida.

Como toda persona, uno crece y asume su papel que le toca vivir con la dignidad que le concede su educación. La mía fue mediocre; sin embargo, gracias a mi otra travesía de adolescente a la sierra peruana, cuyas tradiciones y mitos calaron hondo en mí, decidí continuar mis estudios en letras, puesto que sin ellas sería imposible escribir esta breve crónica. Los años pasaron y la distancia se fue acrecentando entre la casa de San Ramón y mi casa en Lima. La era digital se instaló y el estudio de la lingüística me acercó al márquetin, oficio que me permitió ganar el pan dignamente, pero también dejó de lado mis recuerdos de la infancia para permanecer encerrado en una oficina pensando campañas publicitarias y redactando eslóganes. Así pasaron casi diez años, hasta que un fracaso amoroso me empujó a viajar y cambiar de aires luego de años de permanecer en la capital. Por alguna razón, mi “aventura” sería un viejo lugar conocido: San Ramón.

Jamás lograré describir la sensación de estar nuevamente luego de una veintena de años en esa casa; la enorme piedra que servía de tobogán para deslizarme junto con mis primos, la vieja cocina que expedía delicias de la selva central, el río Tulumayo que lucía manso saludándome como un perrito faldero a mi llegada. Es cierto que la ciudad cambió, que hay más personas, más construcciones, más comercio, más ruido. La casa también sufrió cambios con la instalación de otras familias, hasta que, finalmente, mis primos y mi tía decidieron migrar hacia la capital, solo mi tío decidió quedarse y se adentró en lo profundo de la selva para administrar sus tierras. Ahora la casa para vacía todo el tiempo, mi tío apenas la visita. Viéndome ahí, rodeado de sus viejos libros de botánica, el polvo que reposa sobre el antiguo tornamesa y la vista al río eclipsada por nuevas construcciones, tuve la certeza de que todo cambio produce incertidumbre, pero quizás, como dice Carmen Masías, la incertidumbre es también parte de la alegría de vivir.

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