28 Feb
Justicia empática

Aparentemente podemos distinguir entre lo que está bien y lo que está el mal. Creemos prever las ineludibles consecuencias en caso de seguir una u otra senda, de ahí nuestra implacable condena de los actos de corrupción que comprometen escandalosamente a congresistas, jueces y magistrados del país.

Sin embargo, a pesar de esta aparente capacidad para discernir entre el bien y el mal, ¿por qué sigue habiendo gente que, a pesar de haber recibido instrucción superior en cuanto a justicia se refiere se dedican a torcerla a cambio de beneficios personales?¿De qué sirve formar jueces bajo el principio moral basado en el respeto a la verdad, dando a cada quien lo que corresponde, si las mismas personas que administran justicia carecen de dicha moral? La corrupción de jueces y magistrados en el Perú ha sacado a la luz un tinglado que compromete no solo a las autoridades estatales, sino a todos los peruanos. Hemos llegado a un punto en el que todos podemos llegar a ser ese monstruo que ahora condenamos, porque como dice Dostoyesvski en su novela  “El eterno marido”: El monstruo más monstruo es el monstruo de nobles sentimientos. En efecto, para beneficiar a nuestras familias, y a nosotros mismos, tendemos a realizar “pequeños” actos de corrupción porque creemos “que todo el mundo lo hace”,  lo peor es que nuestros hijos nos ven y nos imitan. Estos magistrados que hoy están en la mira de la condena pública tienen, al igual que nosotros, una familia a la que cuidan y adoran, son estupendos esposos y padres. ¿Cómo es que ese comportamiento esté tan alejado de sus actos que perjudican a otras familias (recordemos el caso de la niña de trece años que fue violada por un hombre de veintiuno, una niña que bien pudo ser la hija del magistrado que dejó en libertad al agresor), y en general a todo el país?

Basándonos en los postulados de Hannah Arendt, cuando la corrupción ha llegado a infectar durante siglos la historia de un país, esta se convierte en una especie de totalitarismo oculto que se instala en la idiosincracia de un pueblo, provocando un colapso moral en el que todo está vuelto patas arriba. Este colapso impide prever precisamente el alcance de las consecuencias de elegir entre hacer lo correcto o hacer lo incorrecto, entre ser justos e injustos, entre hacer el bien o hacer el mal; la línea divisoria parece difuminarse.

En una sociedad donde la salud mental está tan deteriorada, es posible que el colapso moral se instaure insospechadamente hasta la ceguera, haciendo que solo gastemos energías en condenar la corrupción y no ver el origen y la posible solución para frenarla. Llegado a este punto, ya no estaríamos hablando de corrupción en sí, sino de la total ausencia de empatía en las personas que disponen de un cargo jurídico con respecto a las víctimas de sus actos corruptos. Entonces, no debe sorprendernos que la injusticia sea hija de una escasa educación emocional que no contempla la empatía, pues estos jueces y magistrados son incapaces de ponerse en el lugar del otro, motivados por un favor político o por un famoso “verdecito” que pudieran embolsillar bajo la mesa. Podemos ver otro escaso manejo del control de las emociones en los magistrados implicados cuando desbordan de ira al momento de verse confrontados con la evidencia, valiéndose de su investidura para frenar las investigaciones. Honestamente, verlos despotricar contra el periodismo y utilizar enredadas fórmulas legales para voltear la torta y quedar como víctimas, los hunde cada vez más ante la mirada de cualquiera que posee sentido común.

No cabe duda que las relaciones humanas en todos los niveles están regidas por las emociones. Cuando estas se desatan desequilibradamente en el corazón del aparato estatal el costo es elevado: prima la inconstitucionalidad y se deteriora la democracia. Por eso, para combatir la corrupción es importante hacer énfasis en la enseñanza de la inteligencia emocional desde los primeros años de vida, ya que capacidades como la de ponerse en el lugar del otro permitirá a los futuros jueces, magistrados, y también a congresistas, ver aquello que se empeñan en negar: la oscura mancha que inunda los pasillos y salones de los edificios estatales. Solo así podemos revertir esta enfermedad, que como dijo Dostoyevsky: es una enfermedad del siglo no saber en quién respetar.

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