29 Oct
«Des-armar» para ar-mar

Hace unos días mi amigo Renato Rondinelli nos regaló un noble trozo de su alma en la presentación de su primer poemario intitulado «Des-armar», llevada a cabo en la terraza de un acogedor bar que adorna un rinconcito del distrito de Breña llamado 2REIS. Fue una reunión íntima entre amigos y familiares del escritor quienes conformaban un pequeño círculo de sobrevivientes de una pandemia mundial que parece haber venido para quedarse. El evento estuvo sazonado de pícaras anécdotas en las que Renato nos hizo partícipes de su aventura literaria, un camino por demás azaroso y lleno de avatares, para luego exponer cómo es que finalmente pudo sacar a la luz, después de muchas idas y venidas, esta primera entrega que ahora tengo en mis manos.

Conocí a Renato en los pasillos de la facultad de letras de la universidad San Marcos. Como jóvenes estudiantes que éramos, asistíamos a interminables noches de música en vivo, participábamos de intensos debates sobre el sexo femenino y compartíamos citas literarias de nuestros autores favoritos, siempre acompañados de sendos vasos de licor y rodeados de personajes que hasta el día de hoy forman nuestro difuso círculo de amistades en común, todas ellas salidas del variopinto universo que habitaba la universidad por esos años. Modestia aparte, debo decir que he sido testigo en tercer grado de la vena literaria de mi amigo, cuyo ímpetu no claudicó ni en los iniciales tropiezos con la norma, esa eterna batalla que enfrenta la poesía en su intento por transmitir en palabras ese pedacito que llamamos alma, ni con las barreras comerciales que el mercado impone. 

La ágil lectura de «Des-armar» nos permite seguir las huellas de un sobreviviente que ha pasado por las vicisitudes de un adolescente allá en la, cada vez más lejana, década de los noventa; alguien que pudo haber caído en lo más hondo del pozo y luego levantarse poco a poco, maltrecho y tambaleante, como un guerrero indómito que se sacude el polvo de los pantalones para seguir andando en busca de esa onírica presencia femenina, y, a su vez, en busca de su propio cuerpo. Renato Rondinelli necesita palpar su propio cuerpo, ahí donde supura la herida, para tomar consciencia de su plena existencia a través del dolor. 

En medio de aquella velada literaria en la que todos compartíamos la emoción de ver finalmente el nacimiento del primer hijo espiritual de Renato, vino a mi memoria la imagen de ese otro amigo lejano que coincidentemente se llama Renato, pero se apellida Gallesio, más recordado por quienes lo conocimos como El Gale. Aquel flaco desgarbado habitante de las noches del centro de Lima y los conciertos underground, amante del sol y del mar, fue el primero en revelarse como escritor con quien compartí numerosas aventuras desde que lo conocí en la puerta del bar Etnias, en una etapa de mi vida cuando la marea de la juventud empezaba a retirarse de mi playa. 

Corría el 2007 y, junto con otros tres horribles más, formábamos un pequeño grupo de muchachos despreocupados que apenas teníamos conciencia de haber dejado hace mucho tiempo atrás los veinte y nos aferrábamos, cada a uno a su manera, a los menguantes placeres que confiere la edad adulta. El aspecto físico de Renato Gallesio era por demás peculiar, pasaba sobradamente el centímetro noventa con la misma confianza con la que desataba su lengua salaz en su barrio de La Victoria (fue el síndrome de Marfan lo que lo elevó a alturas insondables para el peruano promedio), su extrema delgadez junto con su larga cabellera de zambo canuto y su barba tupida lo hacían pasar por un insólito personaje del Hindostán, además de símiles crueles como La ahombrada de la avenida Arequipa, al pretender confundirlo de espaldas con los frecuentes travestis que pululan dicha avenida, o hacerlo pasar por un personaje rastafari que ha fumado kilos y kilos de caca de conejo. 

El carisma del Gale era tal que en la movida del rock subterráneo de esos años le permitió ascender a persona vip. Las veces que he estado con él deambulando entre antros del centro  y conciertos «clandestinos» de Barranco, he sido testigo de cómo entraba como en su casa sin pagar un sol de entrada. Sin embargo, nuestro «centro de operaciones» era el hoy inexistente bar El Directorio, del jirón Carabaya, en la Plaza San Martín, donde, por cortesía de los dueños y algunos parroquianos, siempre salíamos con unas botellas de más como muestra de afecto por ser asiduos clientes y colmar la noche de sonados remoquetes o porque el Gale gastaba chirigonzas al mozo de la barra o porque la aventura de algún horrible con alguien del sexo opuesto debía celebrarse con más cerveza hasta cerrar nosotros mismos el bar, todo ello con la anuencia de los dueños. 

Por esos años, nuestro Gale había decidido estudiar periodismo en la universidad Bausate y Meza a una edad que muchos consideran tardía; de hecho, su inusual tamaño acrecentaba el contraste entre los chiquillos recién salidos del colegio con los que compartía aulas. Era autor de un blog llamado Gallesismos, donde plasmaba suculentas crónicas urbanas salpicadas de humor, con esa lengua procaz y achispada, (todavía mantenía cierta rebeldía de su otrora vida de anarquista al sustituir las consonantes sordas como la «q» o «c», por«k»). En dicho blog relataba nuestras andanzas de los fines de semana, muchas de las cuales el alcohol había borrado de nuestras memorias, pero que el Gale, con esos ojos de pulga ocultos tras sus gruesos lentes de montura de carey, registraba con la minuciosidad de una joven Ña’ Catita.

Muchos de nosotros hemos quedado mal parados en sus Gallesismos (quien no ha cometido locuras bochornosas en nombre del amor o del desamor con una botella en mano, que lance la primera piedra). Para colmo de males, Gale, el «urraco» parlanchín de los horribles del centro, no tenía reparos en mencionar a los protagonistas por nombre y apellido en sus crónicas para luego publicar sus ampays en ese reciente espacio llamado Facebook. No recuerdo que alguien se haya atrevido a importunar al cronista por sacar a la luz lo que debió quedarse entre los amigos. Yo mismo no escapé del ojo del «urraco» cuando una amiga entrañable regresó de Europa, a quien invité a una velada en el centro de Lima para celebrar su regreso y, aprovechando la ocasión, presentarle al grupo de horribles con los que andaba de acá para allá. Entre el desfile de copas y rolas, aquello terminó en un apasionado beso entre mi amiga y yo en la pista de baile de El Directorio, lo cual devino en una breve pero intensa relación. Todo ello fue plasmado por la pluma del larguirucho reportero agazapado en las alturas desde donde captaba aquellas afiebradas noches, cuidándose de no mencionar el nombre de la «carismática dama». Mi amiga al leer aquel «gallesismo» no tuvo más remedio que reírse a carcajadas al darse cuenta de cómo las cosas se salieron de control esa noche. Hoy todo aquello no es más que un recuerdo lejano, pues el tiempo sembró una distancia del tamaño de un océano entre ella y yo que hasta el día de hoy no hemos vuelto a tener contacto.

Sin embargo, recuerdo una crónica en especial que hizo que los bellos del brazo se me encresparan.  En ella, Gale relata su regreso de una las tantas noches de bohemia en las que solía cubrir el trayecto caminando hasta su casa en La Victoria. Esa noche, ya algo cosquilleado por alcohol, abandonó la casa donde se celebraba una reunión de amigos y decidió hacer una larga caminata por la avenida Arequipa con una botella de pisco que logró esconder en su ancha polera. Entonces, escuchó la voz de alguien que lo llamaba con un disforzado tono sensual y algo burlón. Era un sonido pícaro algo aspirado que rozaba suavemente sus oídos con un insistente «Oye», pero que sonaba como «Hache». Al dirigir su mirada después del cuarto llamado hacia esa voz pizpireta, vio salir unas torneadas piernas debajo de una diminuta falda del grosor de una chalina, un abultado busto contenido por apenas un ligero escote a punto de reventar y una cabellera larga que reverberaba con la luz de los autos que pasaban a esa hora de la madrugada… 

Lo que pasó a continuación con la «atlética amiga» se perdió para siempre en el laberinto de la internet. Renato Gallesio falleció la madrugada del 2 de enero del 2011 de un repentino infarto en su casa del jirón Alexander Von Humboldt, estaba próximo a cumplir los treinta años. Con el tiempo, la inactividad de su cuenta del blog hizo que la plataforma web lo diera de baja, perdiéndose para siempre esas joyitas tejidas por sus flacos dedos. No dejo de pensar que quizás allí estuviera el germen de una futura novela suya, la cual nunca verá la luz. La noche anterior a su fallecimiento, Gale y yo estuvimos enfrascados en una avispada conversación vía Messenger, tratando de excusarme por no haber podido estar con él y haber armado el bochinche de Año Nuevo, pues Gale había tenido las llaves de la casa de su ex, una extranjera venida de los «yunaites», en Barranco, por lo que la juerga estaba asegurada en dicho lugar, pero por cosas del destino no pude asistir. Recuerdo algo del diálogo en el que el Gale, herido por la juerga del día anterior, se jactaba de haber sobrevivido a la celebración de fin de año: 

          — Brother, estoy destruido…

          — No seas maricón y hagamos unas chelas.

          — ¡Kalla, mierda!

Fue lo último que hablamos, el cansancio la celebración de la última noche del año hizo que me quedara dormido a mitad de conversación sin despedirme de él. Al día siguiente, bien temprano, recibí una llamada anunciándome su intempestiva partida.


***


Hacia el final de la presentación de «Des-armar», Renato Rondinelli hizo una breve pero maravillosa confesión sobre un episodio ocurrido en su vida, el cual propició su acercamiento al mundo de las letras. Una noche, en uno de esos retiros veraniegos que la familia Rondinelli hacía en San Bartolo, sintió el impulso incontenible de sumergirse en las profundidades del mar. Tan fuerte fue el llamado de las olas, que de pronto sus piernas emprendieron la carrera hacia ese manto negro perlado de estrellas. A pesar de los gritos desesperados de su hermana, se zambulló como un intrépido albatros un busca de una presa dejando un breve rastro de escarcha en la penumbra. Pudo ver entre la bruma submarina el reflejo de la luna reposar en el fitoplancton como si este fuera una nube de plata viviente que danzaba con él. Al oír su relato, me adentraba cada vez más en ese cuadro lleno de belleza como si yo mismo hubiera estado buceando con él aquella noche.

El mar. Ese abismo insondable de vida, misterio, belleza y muerte. Las voces de ambos Renatos se encuentran en el vaivén de sus olas. Uno emerge como una roca bañada de estrellas con un libro de luz en las manos; el otro emerge como un gran pez espada, lanzándome una mentada de madre por haber importunado, con estas torpes evocaciones, su eterna noche de juerga barranquina, seguramente acompañado de alguna gringa, para luego volver a sumergirse majestuosamente en el mar de mis ensoñaciones.

Salud por el libro nacido y por aquel que no nacerá.

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