26 Aug
Siempre quedará la lengua

No recuerdo haber visto un cielo de Lima tan limpio como el de hoy; las calles vacías de autos parecen sonreír a la hora en que las aves retornan a sus guaridas surcando el cielo de mayo. El silencio se ha instalando en las aceras donde no hay rastro de sombra humana. Hacia la medianoche gobierna el murmullo del viento. De pronto, entre los edificios de departamentos retumba el berrinche de un niño exigiendo desesperadamente la atención de su madre, lleva cerca de una hora desplegando su drama infantil ante la total indiferencia de su progenitora quien parece tener cemento en los oídos. Alguien grita ¡Callen a ese niño! Salgo hacia el balcón y veo algunas siluetas colgadas en el marco de las ventanas mirando con gesto reprobatorio hacia el edificio de donde parece venir el arrollador llanto.

Es otro día más de cuarentena. No me siento ni triste ni alegre. Caigo en la cuenta que he vivido los últimos años en una especie de encierro voluntario en los que preferí pasar mi tiempo enterrando las narices en algún libro o escribiendo compulsivamente sin llegar a ninguna parte. Enciendo la laptop y de inmediato saltan a la vista toda clase de videos de gente aparentemente famosa (pero cuya existencia ignoraba hasta entonces) mostrando sus reacciones por este forzoso encierro. Unos lanzan duros ataques al gobierno o a los ciudadanos que violan el estado de emergencia o se explayan en teorías conspirativas de las cuales no dan pista alguna sobre sus fuentes, otros se divierten haciendo parodias absurdas de su estadía en casa. De pronto, todos se sienten especiales y comienzan a inundar el espacio virtual con el contenido de su día a día como si estuvieran satisfaciendo una demanda que nadie hizo. La carrera por llamar la atención no parece tener fin; sin duda, la cuarentena les ha dado una nueva excusa para incrementar su narcisismo bajo el poder del Like, cuyo efecto psicológico es tremendo.

Lo mejor es distraerse y pasarla bien. No veo noticias por salud emocional, me dijo una chica de Tinder con quien hice match poco antes de la cuarentena, y de momento se ha convertido en la persona con la que más me comunico por chat (si dos o tres veces por semana es considerado más que suficiente). Un influencer mexicano con rostro maquillado y voz afeminada subió un video en el que expresa su impotencia de llevar varios días encerrado. Dice que sus ataques de ansiedad y depresión aumentaron, lo que le ha desencadenado una feroz gastritis y se ve obligado a tomar Redoxon, vitamina C, Emergency y otros medicamentos. A continuación, termina quebrándose porque no puede salir a cortarse el pelo ni arreglarse las uñas debido al pánico que le causa contagiarse del virus. Los comentarios de apoyo al influencer son abrumadores. Me cuesta entender que su tragedia personal hable por miles de personas en este momento. Hasta donde sé, en la Segunda Guerra Mundial, durante la ocupación alemana en países como Francia, hubo hambrunas, matanzas, deportaciones y todo tipo de restricciones. Finalizada la guerra, el caos y las carencias de una Europa devastada continuaron en los años posteriores; el mundo se encontraba bajo la amenaza de una próxima guerra aún más devastadora. Uno encuentra un importante testimonio de aquellos años en la obra de Simone de Beauvoir Les Mandarines, cuyos personajes (al parece representan a Sartre, Camus y De Beauvoir) luchan por encontrar una nueva moral que encarne al hombre de la postguerra, mientras afuera las ejecuciones extrajudiciales de antiguos colaboradores de los nazis dividían a la sociedad francesa en odios y resentimientos: la amenaza de volver a la barbarie estaba a la vuelta de la esquina. Hoy este pasaje sombrío de la Historia parece sacado de una película de acción; es casi imposible imaginar el miedo, la angustia y el hambre de los europeos de aquel entonces. Al hombre de hoy solo le importa su presente; carece de consciencia histórica de los hechos que dieron forma a la sociedad; se siente único, especial; cree que toda esa abundancia que le rodea le pertenece por derecho, sin haber hecho nada para merecerlo. De ahí que su actual drama por mantenerse encerrado en casa sin poder continuar con su estilo de vida consumista lo hace presa de una profunda neurosis.

Afuera el peligro acecha. Verme refugiado en mi casa, con todos los servicios básicos y no tan básicos a mi disposición, me produce cierta vergüenza. Suena el popular “Contigo Perú” en la voz del «Zambo» Cavero en sendos parlantes acoplados a vehículos militares que patrullan las calles a la hora del toque de queda. Qué lejano parece el recuerdo de esa canción cuando hace un par de años dio la vuelta al mundo, acompañando a la selección peruana de fútbol en su participación de un mundial después de treinta y seis años. Los vecinos acodados en sus ventanas lanzan vivas y aplausos a la pequeña caravana militar, una muestra repetitiva de espectáculos dados por sucesivos gobiernos en la historia republicana para elevar la moral de la población. Sí, los peruanos podemos saquear el tesoro público, cholearnos con desprecio, agarrarnos a balazos, y seguiremos entonando esa canción con el pecho bien inflado, quizás inflado de carga viral, mientras no nos falte fútbol ni chismes de la farándula.

Con el tiempo, los aplausos fueron apagándose y sin darnos cuenta el pomposo patrullaje desapareció de las calles. Es finales de junio, el gobierno anunció el levantamiento de la cuarentena en forma parcial debido a la presión ejercida por los grandes grupos económicos que vieron sus ingresos mermados durante el aislamiento social. Sin embargo, aún no están permitidos los viajes y se ha ampliado el horario antes del toque de queda. Quienes vivimos parte de la década del ochenta, la frase «toque de queda» nos recuerda la sangrienta década del terrorismo; se dice que en cuatro meses la cantidad de muertos por coronavirus sobrepasó el número de víctimas que dejó diez años de lucha armada en el país. La cifra de contagiados sigue en aumento, debido a la necesidad de muchos por salir y exponerse con tal de ganarse el pan. Los ricos se refugian en sus casas de playa o en sus miles de hectáreas de campo; para ellos, Lima será tragada por la pandemia o será hundida por la próxima recesión; tal como la teoría darwiniana, solo los más aptos podrán salir adelante. 

Me aseguro de tener toda la protección necesaria para dar mi primer paseo después de cuatro meses de encierro. Mi recorrido abarca los alrededores de mi barrio. De inmediato, me llama la atención una gran cantidad de negocios cerrados. Soy consciente que en cualquier momento puedo perder mi trabajo en remoto, lo que a mi edad sería preocupante; sin embargo, no me siento angustiado pues no tengo hijos ni responsabilidades con nadie; si me jodo, al menos no arrastraré a nadie conmigo.  

Me conecto a internet. Veo en las redes sociales una inusual ola de publicaciones con fotos de antiguos viajes de muchos de mis contactos. Pareciera como si aquello fuera una señal de cierta nostalgia por los tiempos previos a la crisis sanitaria. Viajar: actividad donde uno se traslada a otro lugar y ver cosas que nada tienen que ver con su vida para luego publicarlas en redes sociales, una actividad más que sospechosa. Por alguna razón, mi comunicación con la chica de Tinder fue disminuyendo hasta abarcar un prolongado silencio. Un día decidí escribirle para preguntarle cómo estaba, pero había desaparecido de mis contactos. En su novela Mañana tendremos otros nombres, Patricio Pron dice: «Nunca antes había exisitido tantas posibilidades de negar la existencia del otro  bajo el eufemismo del bloqueo […]; en ningún otro período de la historia había sido posible hasta tal grado de desaparecer una persona sin recurrir al asesinato». En efecto, la persona bloqueda termina arrastrando su indignación por el mundo virtual, como un fantasma que lamenta haberle sido quitada la posibilidad de objeción.

El mundo cambia constantemente, y todos debemos pagar la cuota: millones de personas morirán por el virus, la forzada convivencia pondrá fin a muchas relaciones, se terminará por abandonar miles de proyectos. ¿Qué sentido tiene reinventarse si ya nada tiene duración? Hannah Arendt dijo que cuando todo esté perdido irremisiblemente, siempre queda la lengua. Y a ella me aferro en estos momentos. Podrá venirse abajo el mundo, podrá enloquecer la gente con sus inventos o progresismos inútiles, pero no la lengua; la única herramienta natural que da forma al pensamiento, la que libera el deseo y prepara el campo para la acción.

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