08 Aug
De este golpe no se aprende

Hay muertes que pesan, muertes que agobian, muertes que matan o, simplemente, hay muertes. La muerte es liberación, es descanso, es olvido; pero también es fealdad, podredumbre, inercia, calamidad. ¿Somos capaces de mirarla a la cara? La muerte no es chocante por sí misma; lo realmente duro es que nos recuerda nuestro paso fugaz por el mundo; el aquí y ahora frente a la muerte es una humillante carcajada. ¿Qué hacer para esquivar su sombra ululante en la cotidianidad de los días?

En estos tiempos la felicidad se ha equiparado al acto de comprar compulsivamente, con lo cual olvidamos, de alguna manera, nuestra condición de seres mortales. No debería sorprendernos; nuestra especie ha venido al mundo para consumir, para depredar, y, en muy contados casos, para dejar huella en el mundo. Si la muerte es vacío, la nada absoluta, qué mejor paliativo que llenar nuestra existencia con delicias mundanas y espectáculos superfluos para colmar los sentidos, cueste lo que cueste. Esta angustia del hombre ante la brevedad de la vida es bien entendida por la industria del mercado, la cual alimenta el deseo por nuevas experiencias porque solo se vive una vez.

Pero ¿qué pasa cuando este consumismo es llevado al extremo? ¿Qué pasa cuando la publicidad nos crea necesidades, que realmente no existen, para sentirnos más «vivos»? Es entonces que la muerte se hace invisible hasta el punto de volverse tabú. Caemos ante el espejismo de un mundo perfecto donde nacemos para ser siempre jóvenes y exitosos, y este temprano éxito se mide en cuentas bancarias, en autos último modelo, en tener el cuerpo perfecto o en millones de seguidores en redes sociales. Envejecer o no estar capacitado para participar del festín se considera pecado.

¿Cuál es el costo de olvidarse de nuestra propia mortalidad a través de la autocomplacencia material? Tal parece que el mundo consumista relativiza nuestra vida en base a esta escala de experiencias. El resultado es una penosa ansiedad por experimentar cosas nuevas (quizás solo en apariencia pero en el fondo llega a ser más de lo mismo). El hambre por lo "novedoso" es imparable: ahí están los que desafían a la muerte, muchas veces con desenlaces fatales, con el único propósito de obtener aceptación de un público cada vez más ávido de nuevas formas de entretenimiento. ¿Qué pasa con aquellos marginados cuyo único delito es mostrarnos cara a cara el indefectible paso del tiempo? Me refiero a los viejos. Ya lo dijo Simone de Beauvoir, la sociedad consumista forjó de ellos la imagen del anciano iluminado y sabio, exento de deseos carnales. Por lo mismo que los viejos no participan de la orgía consumista son invisibilizados casi igual que la muerte.

Como en los tiempos oscuros del fascismo, la sociedad de consumo ha desarrollado una nueva idea de superhombre: este debe ser siempre joven y con infinita capacidad para consumir. La muerte es introducida en el viejo baúl del sótano de la casa. No sabemos dónde está pero sabemos que está. El resultado es un elevado nivel de superficialidad en las relaciones humanas, un crecimiento desbordante del ego, una visión ridícula de la solidaridad y la humildad. Y cuando la muerte hace su aparición en medio de una comida en un restaurante famoso, en el momento de tomarse un selfie en una playa o en el clímax de una gran juerga, cerramos los ojos porque creemos que esto no nos pasará y continuamos participando del banquete para «conectarnos» con la vida. Si no somos conscientes de lo que realmente significa vivir, llegar al final del camino tendrá siempre el terrible efecto de una brutal cachetada a un niño mimado.

 


 





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