14 Feb
Una pareja (im)popular

Marjorie Jacqueline Bouvier nació en un hogar conservador y pasó sus primeros años en un ambiente rural, típico del sur de Norteamérica. Fue una niña tímida, muy apegada a su padre y obediente a las normas de la casa y a aquellas que dicta la religión. Al morir su padre, fue blanco de burlas por parte de sus compañeros de clase debido a su pacatería y a su falta de carácter, hecho que acentuó más la poca confianza que tenía en sí misma. 

Homero Jay Simpson creció en el seno de una familia disfuncional. Su madre lo abandonó cuando era muy pequeño, por lo que estuvo bajo el cuidado de su padre, un hombre severo, conservador y distante. Desde muy temprana edad mostró señales de rebeldía, lo cual se acrecentó debido a su alcoholismo juvenil, y es propenso a ataques de ira. Fue un chico problemático durante la escuela; sufría de ansiedad y de un profundo complejo de inferioridad. Nunca recibió el apoyo moral de su padre ni de algún pariente para labrarse un futuro. 

Homero y March se conocieron en el último año de la escuela (aunque por esos arcanos giros del destino pudieron haberse cruzado de niños en algún campamento sin haber sido conscientes de ello). Poco tiempo después iniciaron una relación amorosa. Tal es así como surge la historia de esta entrañable pareja, quizás la más querida de todos los tiempos. Una historia ficticia cuya chocarrería acostumbrada en cada episodio deja pasar de contrabando un lado oscuro, una siniestra realidad que caracteriza a muchas parejas de mortales, pues estos dos personajes, desde el punto de vista psicológico, contienen los principales ingredientes para constituir el mejor ejemplo de una relación tóxica. Ahora pasaré a explicar por qué. 

En primer lugar, Marge aceptó casarse con Homero Simpson apenas se enteró de su inesperado embarazo; seguramente atormentada por el sentimiento de culpa que le produjo su profunda fe religiosa, por haber «manchado» su honra sin antes recibir el sagrado sacramento del matrimonio. Es más, Marge parece aceptar a Homero más por compasión que por amor. Su autosacrificio responde a una baja autoestima y por anteponer los sentimientos a la razón. Prueba de ello es que la propia Marge nunca hizo nada para merecer alguien mejor debido a sus propios temores e inseguridades. La aparente bondad y fidelidad hacia su esposo la ciega a tal punto de llegar a tolerar todo tipo de imprudencias y faltas graves cometidas por este, viéndose relegada a una existencia miserable entre las colas del supermercado y los trastos de la cocina, todo con tal de mantener la relación con su esposo y padre de sus hijos, porque para ella lo que Dios unió no lo puede separar el hombre (recordemos los denodados esfuerzos que hace Marge cada domingo para arrastrar a su familia hacia los aburridos sermones del reverendo Alegría). 

Huelga decir que Homero se sitúa en una escala inferior; su brutalidad, imbecilidad y necedad lo convierten en el peor partido para cualquier mujer con dos dedos de frente. Para él no existe la noción del futuro; no parece tener ambiciones, ni mucho menos aquellas que involucren el bienestar de su familia; solo vive el presente con el único propósito de olvidar su pasado. Para olvidarse de sus sueños juveniles de convertirse en estrella de rock y de sus malas decisiones, bebe cantidades exorbitantes de cerveza junto con una peligrosa ingesta de comida chatarra, mientras endilga a su esposa las labores de crianza y del hogar. Nos faltaría espacio para nombrar en retrospectiva los terribles momentos en que Homero puso en riesgo su vida y la su familia debido a sus vicios e ineptitudes. 

Hasta allí, los componentes que hacen posible la comedia, pero si quitamos las venturosas capas que ensaya irremediablemente la ficción, nos damos cuenta que este es un tipo de amor enfermizo, propio de personas con profundas taras psicológicas, es decir, nos encontramos con el perturbador reflejo que caracteriza a muchas relaciones entre personas de carne y hueso. Para ellas, el amor es, al igual que para Marge y para Homero, autosacrificio, es dolor, es sumisión, es abnegación, es suplir carencias en la figura de la otra persona.

Para el creador de la serie, su propósito fue y siempre ha sido parodiar la decadencia de la sociedad norteamericana. Sin embargo, no todos logran captar el mensaje real y celebran la toxicidad de Homero y Marge, hasta sueñan con tener esa fantástica «suerte del mediocre» al creer que, así como sucede en la serie, en algún arrabal lejano o en una esquina torpe yace la tan ansiada «media naranja» que se desvivirá por ellos, como quien espera que llueva donas del cielo. Tal visión los mantiene al abrigo de una inútil espera y los mueve a limpiar de torpezas e ineptitudes la figura de Homero, siempre enamorado de la sumisa y abnegada Marge, por quien haría cualquier cosa por retenerla… ¡Y he ahí el quid de la cuestión! Ni Homero ni nadie tiene derecho a retener a una persona, peor aún si se usa a los hijos como chantaje.

Por supuesto, alguien podría alegar que, a pesar de todo, siempre triunfará el amor entre la singular pareja; sin embargo, lo que realmente triunfa es la pluma de los guionistas para mantener viva la serie a través de la enfermedad de ambos personajes. La vida real puede ser muy dura, pero en ella también es posible alcanzar la felicidad, tal como postula Bertrand Russell1. Para en él, la felicidad es una conquista constante; no es algo que debemos esperar que nos llegue de la nada; en este caso particular, el amor no entrará por la ventana para curarnos de de nuestros propios defectos sin que movamos un dedo. El amor consiste en dar lo mejor de nosotros y recibir lo mismo a cambio. Y eso se logra, no sacrificando la propia vida para recibir los favores de alguien, sino trabajando en uno mismo para tener una visión más amplia del mundo; Russell afirma que debemos cultivar intereses que nos muevan hacia afuera, es decir, encontrar la motivación por cosas que nos enriquezcan como personas (por ejemplo, aprender un idioma o una disciplina, ser coleccionista de cuadros o ser experto en un deporte, etc.), no dejarnos llevar por cosas que nos mueven hacia dentro de nosotros (es decir, no hacia aquello que nos induce a la melancolía, a la inseguridad, a la envidia), de esa manera estaremos en camino de conquistar la felicidad y también volvernos atractivos para otros.

Por otro lado, podemos disfrutar plenamente cualquier historia que nos cuente la pantalla; sin embargo, también podemos apreciarla mejor si también tomamos en cuenta las opiniones de quienes se toman el trabajo de cuestionarlo todo, de esos «aguafiastas»  o «pinchaglobos» antipáticos para la mayoría de fanáticos y no tan fanáticos, esos a quienes seguramente los mandaríamos a callar diciéndoles: «¡Ve a comer una dona y deja que Homero siga divirtiéndonos a costa de Marge!».



Notas:
Russell, Bertrand (2017). La conquista de la felicidad. Editorial Debolsillo.

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